Juan José Saer escribe sobre la relación entre lo ficticio, lo verdadero y lo falso. Habla de Umberto Eco como de un mercenario y un falsificador y por último explica su propia definición de ficción. A pesar de haber cumplido veintidós añitos es un texto bien cargadito. Los resaltados y negritas son míos.
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Al dar un salto a lo inverificable, la ficción multiplica al infinito las posibilidades de tratamiento.
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La ficción no es, por lo tanto, una reivindicación de lo falso. Aun aquellas ficciones que incorporan lo falso de un modo deliberado –fuentes falsas, atribuciones falsas, confusión de datos históricos con datos imaginarios, etc.-, lo hacen no para confundir al lector, sino para señalar el carácter doble de la ficción, que mezcla, de un modo inevitable, lo empírico y lo imaginario. […] La paradoja propia de la ficción reside en que, si recurre a lo falso, lo hace para aumentar su credibilidad.
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Solienitsin difiere con la literatura oficial del estalinismo en su concepción de verdad, pero coincide con ella en la de la ficción como sirvienta de la ideología.
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La falsedad esencial del género novelesco autoriza a Eco no solamente la apología de lo falso a lo cual, puesto que vivimos en un sistema democrático, tiene todo el derecho, sino también a la falsificación. Por ejemplo, poner a Borges como bibliotecario en El nombre de la rosa (título por otra parte marcadamente borgiano), es no solamente un homenaje o un recurso intertextual, sino también una tentativa de filiación. Pero Borges –numerosos textos suyos lo prueban-, a diferencia de Eco y Solienitsin, no reivindica ni lo falso ni lo verdadero como opuestos que se excluyen, sino como conceptos problemáticos que encarnan la principal razón de ser de la ficción. Si llama Ficciones a uno de sus libros fundamentales, no lo hace con el fin de exaltar lo falso a expensas de lo verdadero, sino con el de sugerir que la ficción es el medio más apropiado para tratar sus relaciones complejas.
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Mi objetivo no es juzgar moralmente y mucho menos condenar, pero aun en la más salvaje economía de mercado, el cliente tiene derecho a saber lo que compra. Incluso la ley, tan distraída en otras ocasiones, es intratable en lo que se refiere a la composición del producto. Por eso, no podemos ignorar que en las grandes ficciones de nuestro tiempo, y quizás de todos los tiempos, está presente ese entrecruzamiento crítico entre verdad y falsedad, esa tensión íntima y decisiva, no exenta no de comicidad ni de gravedad, como el orden central de todas ellas, a veces en tanto que tema explícito y a veces como fundamento implícito de su estructura. El fin de la ficción no es expedirse de ese conflicto sino hacer de él su materia, modelándola “a su manera”.
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A causa de este aspecto principalísimo del relato ficticio, y a causa también de sus intenciones, de su resolución práctica, de la posición singular de su autor entre los imperativos de un saber objetivo y las turbulencias de la subjetividad, podemos definir de un modo global la ficción como antropología especulativa. Quizás –no me atrevo a afirmarlo- esta manera de concebirla podría neutralizar tantos reduccionismos que, a partir del siglo pasado, se obstinan en asediarla. Entendida así, la ficción sería capaz no de ignorarlos, sino de asimilarlos, incorporándolos a su propia esencia y despojándolos de sus pretensiones de absoluto. Pero el tema es arduo, y conviene dejarlo para otra vez.
(1989)
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SAER, Juan José. El concepto de ficción. Buenos Aires, Grupo Editorial Planeta, 1997 - pp. 11-16