viernes, 21 de mayo de 2010

«El concepto de ficción»

Juan José Saer escribe sobre la relación entre lo ficticio, lo verdadero y lo falso. Habla de Umberto Eco como de un mercenario y un falsificador y por último explica su propia definición de ficción. A pesar de haber cumplido veintidós añitos es un texto bien cargadito. Los resaltados y negritas son míos.

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Podemos afirmar que la verdad no es necesariamente lo contrario de la ficción, y que cuando optamos por la práctica de la ficción no lo hacemos con el propósito turbio de tergiversar la verdad. En cuanto a la dependencia jerárquica entre verdad y ficción, según la cual la primera poseería una positividad mayor que la segunda, es desde luego, en el plano que nos interesa, una mera fantasía moral.
[…]
Al dar un salto a lo inverificable, la ficción multiplica al infinito las posibilidades de tratamiento.
[…]
La ficción no es, por lo tanto, una reivindicación de lo falso. Aun aquellas ficciones que incorporan lo falso de un modo deliberado –fuentes falsas, atribuciones falsas, confusión de datos históricos con datos imaginarios, etc.-, lo hacen no para confundir al lector, sino para señalar el carácter doble de la ficción, que mezcla, de un modo inevitable, lo empírico y lo imaginario. […] La paradoja propia de la ficción reside en que, si recurre a lo falso, lo hace para aumentar su credibilidad.
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Solienitsin difiere con la literatura oficial del estalinismo en su concepción de verdad, pero coincide con ella en la de la ficción como sirvienta de la ideología.
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Con Umberto Eco, las amas de casa del mundo entero han comprendido que no corren ningún peligro: el hombre es medievalista, semiólogo, profesor, versado en lógica, en informática, en filología. Este armamento pesado, al servicio de “lo verdadero”, las hubiese espantado, cosa que Eco, como un mercenario que cambia de campo en medio de la batalla, ha sabido evitar gracias a su instinto de conservación, poniéndolo al servicio de “lo falso”. Puesto que lo dice este profesor eminente, piensan los ejecutivos que leen sus novelas entre dos aeropuertos, no es necesario creer en ellas ya que pertenecen, por su naturaleza misma, al campo de lo falso: su lectura es un pasatiempo fugitivo que no dejará ninguna huella, un cosquilleo superficial en el que el saber del autor se ha puesto al servicio de un objeto fútil, construido con ingeniosidad gracias a un ars combinatoria. En este sentido, y solo en éste, Eco es el opuesto simétrico de Solienitsin : a la gran revelación que propone Solienitsin, Eco responde que no hay nada nuevo bajo el sol. Lo antiguo y lo moderno se confunden, la novela policial se traslada a la edad medi, que a su vez es metáfora del presente, y la historia cobra sentido gracias a un complot organizado. (Ante Eco, me viene espontáneamente al espíritu una frase de Barrés: “rien ne deforme plus l´historie que d´y chercher un plan concerté”.) Su interpretación de la historia está puesta de manera ostentosa para no ser creída. El artificio, que suplanta al arte, es exhibido continuamente de modo tal que no subsista ninguna ambigüedad.

La falsedad esencial del género novelesco autoriza a Eco no solamente la apología de lo falso a lo cual, puesto que vivimos en un sistema democrático, tiene todo el derecho, sino también a la falsificación. Por ejemplo, poner a Borges como bibliotecario en El nombre de la rosa (título por otra parte marcadamente borgiano), es no solamente un homenaje o un recurso intertextual, sino también una tentativa de filiación. Pero Borges –numerosos textos suyos lo prueban-, a diferencia de Eco y Solienitsin, no reivindica ni lo falso ni lo verdadero como opuestos que se excluyen, sino como conceptos problemáticos que encarnan la principal razón de ser de la ficción. Si llama Ficciones a uno de sus libros fundamentales, no lo hace con el fin de exaltar lo falso a expensas de lo verdadero, sino con el de sugerir que la ficción es el medio más apropiado para tratar sus relaciones complejas.

[…]

Mi objetivo no es juzgar moralmente y mucho menos condenar, pero aun en la más salvaje economía de mercado, el cliente tiene derecho a saber lo que compra. Incluso la ley, tan distraída en otras ocasiones, es intratable en lo que se refiere a la composición del producto. Por eso, no podemos ignorar que en las grandes ficciones de nuestro tiempo, y quizás de todos los tiempos, está presente ese entrecruzamiento crítico entre verdad y falsedad, esa tensión íntima y decisiva, no exenta no de comicidad ni de gravedad, como el orden central de todas ellas, a veces en tanto que tema explícito y a veces como fundamento implícito de su estructura. El fin de la ficción no es expedirse de ese conflicto sino hacer de él su materia, modelándola “a su manera”.

[…]

A causa de este aspecto principalísimo del relato ficticio, y a causa también de sus intenciones, de su resolución práctica, de la posición singular de su autor entre los imperativos de un saber objetivo y las turbulencias de la subjetividad, podemos definir de un modo global la ficción como antropología especulativa. Quizás –no me atrevo a afirmarlo- esta manera de concebirla podría neutralizar tantos reduccionismos que, a partir del siglo pasado, se obstinan en asediarla. Entendida así, la ficción sería capaz no de ignorarlos, sino de asimilarlos, incorporándolos a su propia esencia y despojándolos de sus pretensiones de absoluto. Pero el tema es arduo, y conviene dejarlo para otra vez.
(1989)


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Bibliografía: 
SAER, Juan José. El concepto de ficción. Buenos Aires, Grupo Editorial Planeta, 1997 - pp. 11-16

lunes, 17 de mayo de 2010

«El gozo imperfecto» - El poema de la eyaculación precoz


¿Usted qué dice, lector? ¿A qué varón no le ha pasado, en las borrascas del devenir de su experiencia sexual, quedarse “con el dardo del amor como una flor marchita”? ¿Quién no ha estado en esa situación que paradójicamente podemos rotular de embarazosa? Y por otro lado, usted, lectora ¿acaso no se ha visto alguna vez defraudada, dejada en banda, insatisfecha? ¿Qué mujer no ha sabido si reírsele en la cara al pánfilo o tratarlo con ternura maternal? ¿Cuántos de aquellos hombres y mujeres se levantaron y se fueron y cuántos se quedaron para intentar reavivar el fuego luego de una siestita?

No lo sabemos y nunca lo vamos a saber. Pero tenemos un testimonio. El poema se llama «El gozo imperfecto» (The Imperfect enjoyment) y fue escrito por John Wilmot en algún momento que desconozco entre el paréntesis de sus 33 años (1647-1680). Él fue segundo Conde de Rochester, un título que heredó de su padre que al parecer era alcohólico. Tuvo un mono como mascota, como podemos constatarlo en la pintura que lo evoca (además la biografía que de él hizo Graham Greene se llama Lord Rochester´s monkey; no la leí ni la leería, pero nos da la pauta de que el mono ES importante, si no el señor G.G. no le daría ni cinco).

Vamos a su lectura. El resaltado en negrita es mío, para quienes quieran hacer la lectura exploratoria; a los que dispongan de tiempo los invito a paladearlo, como dicen los que gustan de los poemas (no es mi caso en la mayoría de los casos).

El gozo imperfecto

Desnuda yacía en mis brazos anhelantes;
yo estaba lleno de amor, ella rebosante de encantos,
ambos inspirados por ávido fuego,
derritiéndonos en caricias, ardiendo de deseo
con brazos, piernas, labios estrechamente ligados;
ella me aprieta contra el pecho y me succiona con el rostro;
su ágil lengua, rayo menor del amor, jugaba
con mi boca, y a mis pensamientos impartía
rápidas órdenes para que yo me dispusiera
a arrojar abajo la disolvente centella.
mi alma palpitante, impulsada por el filoso beso,
cuelga suspendida sobre balsámicos abismos de júbilo,
pero mientras su atareada mano guía esa parte
que debía llevar mi alma hasta su corazón,
en líquido embeleso me disuelvo,
me derrito en esperma, la derrocho en cada poro.
El toque de sus partes lo habían hecho:
sus manos, sus pies, aun su rostro era una vulva.

Sonriente, ella murmuraba un amable reproche
y se limpia del cuerpo mi pegajosa dicha,
a la vez que recorriendo con mil besos
mi pecho jadeante, pregunta si no hay más.
“¿Sólo este tributo al amor y al embeleso?
¿Y no saldaremos nuestra deuda con el placer?”

Pero yo, hombre consternado y perdido,
procuro en vano mostrar mi afán de obedecer.
Suspiro, ay, y beso, mas copular no puedo.
Ávidos deseos frustran mi primer intento,
la consiguiente vergüenza impide nuevos triunfos,
y la furia al fin confirma mi impotencia.
Aún su bella mano, que podría calentar
la escarchada vejez, e unflamar a fríos ermitaños,
aplicada a mi brasa extinguida no enciende
más fuego que si acercáramos llama a las cenizas.
Trémulo, confuso, angustiado, flojo, seco,
yazgo como un guiñapo ansioso, débil, inmóvil.
Este dardo de amor cuya filosa punta, bien probada,
con sangre virgen ha teñido a diez mil doncellas,
el cual Natura con tanto arte dirigía
que llegaba por el coño al corazón
(con rígida firmeza, invadida por igual
hombres o mujeres, y nada detenía su furia:
donde penetraba, encontraba o creaba un coño)
yace lánguido en esta hora infeliz,
encogido, sin savia, como una flor marchita.

Desertor, ruin traidor de mi lumbre,
infiel a mi pasión, fatal para mi fama,
¿por qué errada magia te revelas
tan leal a la lascivia, tan desleal al amor?
¿A qué ramera vulgar de baja estofa
alguna vez le has fallado en tu vida?
Si te guían el vicio, la enfermedad y el escándalo,
obedeces con oficiosa prisa,
como un bravucón que en las calles
provoca y empuja a los que encuentra;
mas si el rey o la patria reclaman su ayuda
el ruin traidor se encoge y oculta la cabeza;
tu coraje es igualmente indigno:
irrumpe en el burdel, invade a cada puta,
mas si el gran Amor tus embates solicita,
vil traidor a tu príncipe, no osas levantarte.

Peor para mí, y por tanto más odiada,
en toda la ciudad un poste célebre
donde cada ramera alivia la picazón de su coño
como los cerdos gruñones que se frotan contra las puertas:
que seas presa de voraces infecciones,
o te consumas en llanto agotador;
que la estranguria y el cálculo sean tu compañía,
que nunca orines, ya que te negaste a actuar
cuando mi alegría, impostor, dependía de ti.
Y que diez mil vergas más capaces reparen
el mal que infligiste a la ultrajada Corina.


“La sífilis, el alcoholismo y la depresión” lo borraron del mapa a John. Eso dice en wikipedia, y me figuro que el que lo escribió sí que leyó el libro de G.G. En todo caso no importa porque murió en el siglo XV, que es como decir que murió en Andorra o en alguno otro de esos países de la mitología griega. Esperemos que John haya disfrutado de una vida buena en su brevedad (lo hizo si tienen aunque sea una piza de autobiográficos los versos: “Este dardo de amor cuya filosa punta, bien probada, / con sangre virgen ha teñido a diez mil doncellas”; consta que sí es autobiográfico cuando pone enseguida: “con rígida firmeza, invadía por igual hombres o mujeres, y nada detenía su furia”)

Como sea, en toda esta entrada hay algo original. Es decir, tiene que haberlo porque si no: A. no tendría sentido hacerle perder el tiempo al lector con estas diatribas y B. sería poco cool, poco atinado, bastante bien ladri, en definitiva. Lo original es el poema, vamos, que lo copié de una antología llamada El libro del Amor, un grueso tomo de 600 páginas con narraciones, ensayos, poemas y cartas; un verdadero mamotreto del empalago pésimamente organizado por unas tales Diane Ackerman y Jeanne Mackin, compiladoras que me figuro muy románticas. El libro no tiene claves de lectura, los textos compilados no estan siquiera fechados y la única división interna consiste en: Narrativa, Ensayo, Poesía, Cartas y testimonios; es un libro de tapas duras editado por Javier Vergaras que conseguí a cinco pesos en Av. Corrientes.

¿Qué se cuenta en “El gozo imperfecto”? Es básicamente el monólogo interno de un hombre promiscuo luego de eyacular precozmente y no poder satisfacer a su amada Corina. Inicia con la narración del acto (Estrofas I y II), a continuación describe la condición de su pene (III) para luego injuriarlo y maldecirlo (IV). No tiene desperdicio, se los aseguro.


No quiero dejar pasar el detalle (muy inglés) de comparar oblicuamente a Corina con el rey y con la patria al hacer la igualación pene-desertor (IV). Luego, al no poder entrar en conjunción con la mujer, platoniza, y platonizando practica la autocondena: en tono profético maldice a su pene a consumirse “en llanto agotador” (V).

No sabemos si después de lo narrado el protagonista del poema hizo algo al respecto de la insatisfacción de Corina. Si lo hizo no dejó huellas en el texto, lo cual es una pena. Pobre “ultrajada Corina”, esperemos que haya encontrado sus diez mil vergas de dicha.